Antes de nada un aviso a quien pretenda sumergirse en esta hermosa novela: no lea la contracubierta, pues en ella, de manera inexplicable -ya que el autor dosifica con pericia el misterio y el enigma del relato-, se desvela la trama entera del libro.

De Pérez Azaústre (Córdoba, 1976), poeta y narrador, no había leído uno antes nada, y al concluir Los nadadores constata que, en efecto, se trata de un autor dotadísimo, con oficio sobrado, que sabe muy bien de qué va esto de la literatura, que domina el pulso del relato, su cadencia, su tempo, sus entresijos todos, a los que mima con precisión de relojero, sin concesiones a la superficialidad.

La primera página ya nos revela, con descaro, la apuesta que Pérez Azaústre pretende mantener hasta el final de la partida: las jornadas de natación de un aficionado en una piscina pública de una gran ciudad serán el leit motiv que guíe una novela ya desde su inicio simbólica. El riesgo parece evidente. En primer lugar porque la natación es un deporte solitario, cuya descripción por tanto puede resultar anodina; en segundo lugar porque, en relación con lo primero, resulta lógico que esa soledad dé paso a una introspección compulsiva, lo que si no se resuelve con solvencia puede lastrar un relato que, como es el caso, aspira genuinamente a la construcción de argumento y trama, y en tercer lugar porque, dada esa apuesta, el otro riesgo previsible es el de caer en un relato de intrascendente corte costumbrista, donde las jornadas en la piscina se conviertan en la excusa poco convincente para retratar la vida de sus usuarios. Ya hemos dicho que Pérez Azaústre cuenta con oficio.

La piscina, el aislamiento de los nadadores en sus calles, las sombras oscilantes de las cristaleras reflejadas en el agua, el agotamiento, los músculos tensados…, todo ello se convierte en la metáfora perfecta para crear esa atmósfera de progresivo extrañamiento, de ominosa normalidad, de inquietante parsimonia. Algo pasa, pero no sabemos el qué, y la piscina es el símbolo de una novela alegórica sobre cómo el individualismo de nuestro tiempo y entorno social puede conducirnos a la soledad completa (no falta ni siquiera el descenso al infierno de los otros). Se ha querido ver, inevitablemente, la raigambre kafkiana, y cabría añadir también la de Saramago, si bien aquí encontramos una prosa con una cualidad propia: la de cierto ensimismamiento, casi hipnótico, que rara vez cae en la precipitación.

Nadar, por consiguiente, supone también casi en ejercicio metaliterario, pues en la descripción de cada brazada podemos adivinar una teoría sobre la poética de su autor. En ella descuella sin duda la paciencia propia del tesón. Igual que el nadador sabe que manteniéndose firme en su estilo irá recortando distancias con sus rivales y reduciendo tiempos, Pérez Azaústre, a la espera de alcanzar su objetivo sin prisas, conserva el ritmo de su prosa sin decaimiento y, eso sí, controlando de reojo lo que sucede en las calles aledañas. Por eso, convencido en su propósito desde la primera línea, sabe desde entonces adónde y cómo nos va a conducir, de ahí que no merezca la pena leer esa contracubierta.

Dicho todo esto esto, cabe mencionar otros aspectos de la novela que se escapan a lo meramente literario, si se quiere, y desde luego a la técnica de su autor. Se ha dicho en alguna ocasión que en la literatura española se trabaja poco. En otras palabras, son numerosos los autores que eluden un hecho fundamental en la configuración subjetiva de un personaje, como debiera ser el modo en que se gana la vida, la cantidad de tiempo que le dedica a ello y los réditos que le reporta. Sin lugar a dudas esto redunda en la verosimilitud del relato, sobre todo cuando aspira, como ocurre en Los nadadores, a bosquejar un retrato de una época y una generación.

Con mucha frecuencia encontramos en la narrativa actual algún pasaje que en no más de tres o cuatro líneas solventa la dedicación laboral de un personaje, como si de un trámite incómodo se tratara, para así pasar a lo que el autor considera el meollo del asunto que se trae entre manos. En no pocas ocasiones nos topamos con este tipo de novela y autor-burbuja, donde el artificio literario vendría a ser el correlato de la recurrente torre de marfil. No resulta creíble el retrato de una sociedad ni una generación, por parcial que pretenda ser, cuando sus personajes viven de acuerdo a unas pautas que, en buena lógica, vienen marcadas por sus recursos económicos, pero lo laboral brilla por su ausencia. No vale todo en la construcción de un argumento, por ingenioso que resulte, cuando algo tan meramente cotidiano como es el dinero o el trabajo no se resuelve de manera creíble, pues de principio a fin chirría en la lectura de la novela, a veces con mayor presencia, otras únicamente como un leve ruido de fondo.

Viene esto a cuento porque el protagonista de esta historia, Jonás, es un hombre de treinta años, joven aún por tanto, que habita él solo un pequeño estudio en una gran ciudad, que se mueve en taxi (pese a que declare en algún pasaje lo contrario), que frecuenta buenos restaurantes en los que se desenvuelve con soltura, que es aficionado al whisky de calidad, al dry martini de las barras exclusivas, etc. Todo ello merced a un trabajo como fotógrafo ocasional, del que se nos habla reiteradamente, para un diario y, debemos suponer, a los ahorros atesorados tras el éxito de algunas exposiciones que, años atrás, pese a su juventud, tuvieron que reportarle cierto renombre. La historia, carente de originalidad, de un joven artista triunfador venido a menos rápidamente -sustentada en endebles alfileres-, junto a su desapego tras una separación amorosa -también poco original- son los pilares más débiles sobre los que se erige esta, por lo demás, admirable construcción.

Se diría que el propio autor parece reparar en algún momento en ello y de pronto inserta, sin mucha correspondencia con el tono general del relato e incurriendo en algunos lugares comunes, un episodio que, si bien atemporal, nos remite a ecos bien conocidos, pues se trata de una manifestación que dimana en acampada en el centro de la ciudad. Este guiño a la denuncia social no mejora ese chirrido, sino que más bien lo acentúa, pues, en efecto, no se imbrica naturalmente en el conjunto del relato.

Nada más aburrido, para quien esto escribe, que pensar en una novela de corte «social», como podía entenderse antaño, de tesis o de adoctrinamiento. Se trata de algo más sencillo: cuando lo social pretende ser el escenario de un relato, los actores que lo habitan no pueden estar al margen de alguno de sus aspectos fundamentales -y el trabajo y el dinero lo son-, so pena de acabar, como ocurre aquí, provocando una disonancia.

Es, por resumir, una tendencia que con sorpresa aún hoy, y pese al contexto actual, se sigue apreciando por doquier en nuestro país. Se diría que viejas disputas de más de medio siglo atrás aún colearan y que mal heredadas aquejan a demasiados escritores jóvenes. Resulta difícil escribir literatura de calado, como en buena ley persigue Los nadadores, cuando el diagnóstico para nuestro entorno parte únicamente de las noticias y pocas veces del contacto real con el enfermo. Con todo, y disonancia aparte, el resto de la orquesta que dirige Pérez Azústre ejecuta su partitura con admirable precisión.

[Publicado en Hermano Cerdo y en n.º 101 de Clarín]

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